¿Es posible un buevo pacto laboral?

miércoles, 18 de marzo de 2009


Enrique Fernández-Maldonado Mujica

La iniciativa del gobierno de constituir mesas de diálogo con los trabajadores, con el fin de concertar salidas a la crisis, admite múltiples lecturas. Una optimista aspiraría a que estos espacios contribuyan a plantear soluciones consensuadas a los despidos, sobre todo en los sectores laborales más vulnerables. Una segunda, menos pretenciosa y basada en experiencias recientes, anticipa la continuidad de un modelo de relaciones laborales donde prima el ninguneo y la desconfianza. Ahí están el Consejo Nacional del Trabajo, incapaz de aprobar un incremento salarial acorde con la inflación, o el relego (casi desahucio) del Acuerdo Nacional como foro de consulta y concertación social, por no mencionar los intentos del gobierno por criminalizar la protesta social.

Esta incapacidad histórica para lograr consensos políticos estables es particularmente evidente en el ámbito de trabajo. Los últimos esfuerzos importantes por alcanzar acuerdos entre empleadores, trabajadores y Estado – el del ministro de Trabajo Grados Bertolini en 1981–83 y el del CNT impulsado por Paniagua el 2001 – mostraron prontamente sus limitaciones. Los dos marcos laborales dominantes durante el último cuarto de siglo – el “protector” de Velasco Alvarado y el neoliberal de Fujimori – fueron aprobados bajo gobiernos autoritarios, lo cual dice mucho.

¿Qué factores explicarían esta situación? Por un lado estaría cierta disposición de los actores sociales para privilegiar una lógica “confrontacional” por sobre una cultura de la concertación. La necesidad de cohesionar el “frente interno” y evitar polarizar a las “bases” hace de la radicalización una postura común en sindicatos como en gremios empresariales. La creciente heterogeneidad del mercado de trabajo y los altos niveles de informalidad complejizan la representatividad social en un país con instituciones y mediaciones carentes de legitimidad. Todo esto en el marco de una legislación que restringe la sindicalización en las empresas con menos de 20 trabajadores (el 80% de la PEA) y dificulta la negociación colectiva por rama de actividad (la opción más razonable en tiempos de tercerización y subcontratación laboral).

En este escenario la vigencia de leyes cuestionadas por organismos internacionales (como la OIT) por antisindicales, y el poco interés que suscita el empleo en la agenda gubernamental, reflejan el control neoliberal de la política económica y laboral. Aún cuando las Centrales sindicales experimentan una progresiva (pero lenta) recomposición, su capacidad de incidencia resultó insuficiente para mantener la correlación de fuerzas que posibilitó los acuerdos de la transición (entre otros, la Ley General del Trabajo y la del Empleo público, aún sin aprobarse). No es el caso del gran empresariado, que no sólo le pinchó la llanta a una reforma constitucional orientada a “equilibrar” la relación entre Estado y mercado; sino que logró imponer una profundización de las reformas laborales de los 90, en gran medida causantes de la precariedad y vulnerabilidad social de hoy.

Con todo, el problema sigue siendo cómo distribuir el “costo” social de la crisis. Al momento son los trabajadores los que vienen pagando – injustamente – las décadas de desregulación económica y farra financiera. ¿Están los sindicatos en condiciones de revertir esta situación? ¿Qué tan “blindado” se muestra el gobierno para incorporar las propuestas de las organizaciones laborales y sociales para encarar la crisis? El 26 de este mes la CGTP presentará su Plan “En defensa del empleo y la economía popular”. Será una importante oportunidad para poner a prueba el talante democrático de un partido (el aprista) que se dice “del pueblo”, pero gobierna para la derecha.

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