1 de mayo

martes, 1 de mayo de 2007


CLAMOR POR OTROS VIENTOS

Escribe Javier Mujica Petit

________________________________________________________________________________________________


Dice la ley de Murphi que cuando las cosas vayan bien, algo, a la postre, hará que de todas maneras vayan mal. Y sí que les ha ido mal a los sindicatos en el Perú. Cuando todo auguraba que podían crecer y consolidarse como un importante actor en la conquista y el fortalecimiento de la democracia, de pronto todo empezó a irles no solo mal, sino muy mal. Si la figura penal del genocidio refiere que este consiste en la comisión, por funcionarios del Estado o particulares, de actos deliberados, con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo (nacional, étnico, racial, político o religioso), algo muy parecido ocurrió con la organización de los trabajadores peruanos durante los últimos 30 años.

Sin necesidad de asesinarlos masivamente, como ocurre con lamentable frecuencia y tanta pericia en países como Colombia, igual les fue muy mal. Durante este lapso, se instrumentaron en el Perú políticas y medidas cuyo objeto deliberado, o cuyo resultado fue, literalmente, diezmar la organización sindical. Un movimiento social que, tras el Paro Nacional de julio de 1977, había logrado imponer a los militares, tras de casi 12 años de dictadura, la promesa de un retorno ordenado a sus cuarteles en 1979.

Desde 1977, el movimiento sindical peruano sufrió, al menos, dos importantes sangrías. Y estas se llevaron a cabo en forma de despidos masivos, enfocados, principalmente, en sus dirigentes. La primera de ellas ocurrió durante el último trienio de los años 70, demostrando que además del Plan Cóndor y la reversión de las conquistas sociales de la Revolución Peruana, el General Morales Bermúdez tenía otros menesteres en que ocuparse. La segunda ola de ceses masivos en perjuicio de dirigentes sindicales ocurrió durante el primer gobierno de Alberto Fujimori. Cada una de ellas, significó el despido de una generación completa de líderes sindicales, que fueron separados de sus centros de trabajo, e incluidos en listas negras para que no pudieran ser recontratados en ninguna empresa por lo que les restara de vida. Una forma más sofisticada de destruirlos que en Colombia, sin necesidad de asesinarlos: matándolos de hambre, obligándolos a sobrevivir fuera de su espacio social natural.

Esos despidos masivos descolocaron a un movimiento sindical que venia ciertamente en auge, tal como se deduce de las estadísticas sobre (a) constitución de sindicatos y federaciones, (b) el desarrollo de negociaciones colectivas a nivel de empresa y de rama de actividad, (c) el contenido de los beneficios contenidos en los contratos colectivos celebrados y (d) el numero de horas-hombre consumidas en medidas de presión para lograr tales resultados. Esos despidos, privaron a las bases de ese movimiento sindical de las conducciones que ellas mismas se habían dado, y lo obligaron a promover de urgencia cuadros que se encargaran de asumir la tarea de dirigir sus organizaciones, aunque una buena parte de ellos careciera de formación o experiencia suficiente para hacerlo.

Pero eso no fue todo. Dicen que una ley de más de 50 palabras contiene, al menos, una trampa. Por eso, la proliferación de leyes produce siempre una proliferación de trampas. Pues bien, a principios de los años 90 se cambiaron legalmente todas las reglas de juego para los sindicatos. Los tibios intentos de flexibilizar la legislación del trabajo intentados durante los años 80, (léase, privar a esta legislación de su contenido protector), fueron radicalmente coronados a principios de los 90 por medio de una nueva legislación. La misma fue producto de la interacción de los operadores políticos del régimen que surgió del golpe de abril de 1992, y de un puñado de abogados laboralistas al servicio de las empresas. Varios de ellos, o sus protegidos, son asiduos y actuales comentaristas en los medios de comunicación cuando de temas laborales se trata.

4 de cada 5 normas dictadas en dicha época salieron del horno como decretos del Poder Ejecutivo, (léase, sin el tamiz de una discusión democrática). Y así, se cocinaron panes y bocadillos con veneno en la forma de decretos leyes, mientras operó el Gobierno de Reconstrucción Nacional; o como decretos legislativos o decretos supremos, cuando la misma mona se arropó con tafetanes democráticos. Para todos los efectos, daba igual.

En cuanto a las relaciones individuales de trabajo – vale decir, todo aquello que hace al núcleo duro de la relación entre el trabajador y su empleador – las nuevas reglas se concentraron en reforzar los poderes de éste para que pudiera hacer, sin el obstáculo de leyes protectoras, o mejor aún, con el auxilio de éstas, lo que más conviniera a sus intereses. En el calidoscopio de esa legislación figuran, hilvanadas por el mismo hilo, entre otros aspectos, la multiplicación exorbitante de las modalidades de contratación temporal; el sobrepeso de los services y otras formas de tercerización laboral; la atenuación de límites al trabajo en sobretiempo y la reducción del valor de las horas extras; el peso dominante de los empleadores para definir la duración y tipo de jornadas; así como la supresión de buena parte de los derechos de la mujer en el trabajo (léase, su acceso a casas cunas, el derecho de lactancia, la duración del descanso pre y posnatal), etc.

Su expresión más acabada fue la institución de la figura del “te despido porque me da la gana y qué”. Una herramienta muy recurrida para privar de trabajo a quien lo tiene, sin necesidad de explicaciones. Muy útil para disciplinar, tanto al que pide un aumento, como al se organiza sindicalmente. Muy efectiva para imponer una rebaja de sueldo, poner en su sitio a las chicas que se embarazan sin permiso de su empleador, y a las que se resisten a ser embarazas por un superior jerárquico sin su permiso. O todas esas cosas a la vez, lo que – dado que no existe necesidad de expresar motivo alguno para ello – también da igual.

El despido arbitrario ha sido duramente cuestionado por el Tribunal Constitucional, pero mientras no se derogue sigue constituyendo un arma y una facultad legal. Su supresión constituye uno de los motivos centrales por los que los nostálgicos del fujimorismo se oponen a la adopción de una Ley General del Trabajo.

A los sindicatos peruanos los diezmaron también, cabe señalarlo, cuatro fenómenos concurrentes y adicionales: los ataques de Sendero Luminoso y la paradójica estigmatización del sindicalismo como brazo legal del terrorismo; las modificaciones introducidas por el Fujimorismo a la legislación colectiva del Trabajo; los cambios ocurridos en el modelo económico y, por último, su renuencia o parsimonia para adaptarse a los nuevos tiempos.

Bajo el prisma de que, “salvo el Poder todo es ilusión”, Sendero Luminoso caracterizo la acción legal de los sindicatos como un obstáculo para la revolución; y dedico no poco de su esfuerzo a combatir y destruir todo aquello que, a su entender, distraía inútilmente al Pueblo de sus intereses primordiales. Como consecuencia de ello, no solo muchos sindicatos fueron desarticulados, sino que sus dirigentes fueron físicamente aniquilados; de lo que dan testimonio los asesinatos de Enrique Castilla o Porfirio Suni, entre otros. Simultáneamente, sectores empresariales, el gobierno de Fujimori y no pocos medios de comunicación social se encargaban de estigmatizar la acción sindical asociándola a las acciones terroristas, descalificando sus propuestas y alejando, por miedo, potenciales simpatizantes de esta.

Tras el golpe de abril de 1992, el Fujimorato acentuó la intervención del Estado sobre la vida sindical. Mantuvo las barreras de entrada que, aún hoy, constriñen severamente la posibilidad de que los trabajadores se organicen en sindicatos: en el Perú se exige, por ejemplo, un mínimo de 20 trabajadores para conformar un sindicato a nivel de empresa, no obstante que el 97,5% de todas las unidades productivas del país cuenta con un número inferior de trabajadores. En Chile, por ejemplo, se exigen apenas 8 trabajadores para el mismo fin.

II

Mediante decreto, además, impuso un amplio número de limitaciones a la organización y acción sindical, que no tardaron en ser cuestionadas por la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Los trabajadores están obligados a organizarse como la ley dice, no como ellos deseen. Los sindicatos fueron obligados, en las condiciones de debilidad ya descritas, a renegociar todo lo que la ley no les dio, y habían logrado consignar en sus contratos colectivos de trabajo, desde que se fundaron hasta 1992. Y, por esta vía, de un plumazo, la mayor parte de sindicatos perdió entre el 60 y el 80% de todos los beneficios que habían logrado acumular hasta entonces.

Salvo el singular caso de los trabajadores de la Construcción, desaparecieron todas las negociaciones colectivas de rama. Es decir aquellas en las que, gracias a la suma de sus organizaciones a nivel de empresa, las federaciones sindicales compensaban su débil poder de negociación frente a los empleadores.

Todo lo pactado se evapora en el aire al cabo de un año, (término normal de vigencia de un convenio colectivo), a menos que el empleador conceda que se trata de un derecho de carácter permanente. Caso contrario, todo se tiene que renegociar, una y otra vez.

Por su parte, las huelgas siguieron siendo declaradas ilegales, como siempre. Y así, los sindicatos, que a duras penas podían conservar parte de lo logrado en el pasado, escasas veces pudieron concretar nuevos beneficios. Como consecuencia de ello, ya sea por el miedo a ser despedidos, o a la no renovación de ese contrato que nos salva la vida, o porque tiene muy poca utilidad cotizar a una organización que trae más problemas que beneficios, la afiliación sindical languideció y las señales vitales del sindicalismo declinaron profundamente. Los sindicatos representan hoy menos del 4% del total de la PEA asalariada, cuando esa misma cifra era más de cuatro veces mayor hace 20 años, cuando esa misma PEA era menor. Las negociaciones colectivas se han reducido aún más; y las huelgas – sensible termómetro de la actividad sindical – prácticamente han desaparecido.

La versión chicha/neoliberal del modelo económico, y su énfasis en la radical desregulación de todos los mercados, la reducción del Estado y la transferencia de activos públicos al sector privado y trasnacional (incluyendo empresas estatales de terceros países), lo mismo que su acusada preferencia por la promoción de inversiones en actividades primario extractivas orientadas a la exportación, así como su total desinterés por la promoción de actividades productivas y, sobre todo, demanda orientadas al mercado interno, hicieron también su parte.

Ramas enteras de la economía desaparecieron en un muy corto tiempo. Un importante número de empresas públicas fueron privatizadas, tras cesar masiva e irregularmente a decenas de miles de trabajadores. Contingente encabezado, casi siempre, por sus lideres sindicales. La pobreza, y la necesidad de sobrevivir a través del autoempleo, se encargaron del resto, llevando a millones de peruanos a la informalidad, en la que todavía permanecen y en donde nacen 85 de cada 100 nuevos puestos de trabajo, según la OIT.

Los sindicatos no estaban preparados para eso. Tampoco quisieron, o no pudieron adaptarse a esa nueva realidad. Realidades tanto o más represivas que esta no impidieron a trabajadores de otras realidades, sin embargo, explorar y llevar a cabo nuevas y distintas formas de organización. Como las Comisiones Obreras en España, o las celebres Oposiciones Sindicales en Brasil. Si la ley no lo permitía, se organizaban contra la ley o a pesar de ella; pública o clandestinamente, igual daba cuando de proteger el pellejo o conservar el trabajo se trataba. Si la organización a nivel de empresa exponía en demasía al trabajador que quería hacer valer sus derechos, pues había que organizarse dentro y fuera de ella; y tender a la unidad, en niveles organizativos más elevados que ésta, para asegurar esa mayor capacidad de movilización y presión requeridas para producir los acuerdos políticos y sociales necesarios para el cambio de la situación.

Necesidad obliga, y muchos de esos sindicatos se vieron obligados a integrar en sus programas las demandas de un amplio número de sectores que, aún cuando durante mucho tiempo habían convivido juntos, habían sido invisibles hasta entonces en el lente de los liderazgos más tradicionales del movimiento sindical: las mujeres, los jóvenes, los jubilados, los técnicos y profesionales, los trabajadores por cuenta propia (relacionados o no directamente con sus empresas), los consumidores, las comunidades de su entorno, las personas con discapacidad, las personas discriminadas por su sexo, orientación sexual o el color de su piel; en fin...

La acción sindical se internacionalizó, y tendió puentes a los movimientos de derechos humanos, de mujeres y de ambientalistas. Con el desarrollo de las nuevas tendencias en el campo de la responsabilidad social empresarial, esa agenda fue ampliada aún más. Porque solo actualizando esa agenda, y más allá de su proporción cuantitativa en el nuevo escenario del mundo del trabajo, es que cualitativamente los sindicatos podrían empezar a significar más.

III

La democracia, el desarrollo y la competitividad de las empresas en el Perú no solo necesitan de sindicatos, sino de sindicatos fuertes, para vigorizarse. Sin la dignificación del trabajo, y de quien lo ejecuta, es imposible hablar de inclusión social. Históricamente hablando, además, la reivindicación de esa dignidad ha provenido o del carácter garantista de la legislación social y laboral en particular; o de acuerdos políticos y sociales surgidos de la fuerza de los trabajadores para equiparar la balanza a través de sus sindicatos. Ley o convenio, igual da; pero sin ley ni convenio, los trabajadores no tienen nada. Solo la condena a vivir en un país sin presente ni futuro. A convivir en la pobreza o extrema pobreza con esa mayoría de la población que vive igual; o a sobrevivir, como se pueda, con la cabeza gacha y un empleo precario, o alguna actividad inventada desde la informalidad.

No podrá haber un Perú competitivo sin la realización de este objetivo, dado que las ventajas competitivas dinámicas que hoy destacan en las economías y empresas más avanzadas del planeta, no reposan tanto en la futilidad de sus costos laborales, cuanto en la inversión que empresas y Estados hacen en sus trabajadores. Tampoco se puede hablar de Desarrollo rebajando este concepto al exclusivo crecimiento de los beneficios empresariales, o sin la necesaria participación de la gente que trabaja en la equitativa distribución sus beneficios. No por gusto, el artículo 1.1 de la Declaración de las Naciones Unidas sobre el derecho al Desarrollo (1986) ha subrayado que el derecho al desarrollo es un derecho humano inalienable, en virtud del cual todo ser humano y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos sus derechos humanos y libertades fundamentales, a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar del él.

Para que el desarrollo sea una realidad para todas y todos los peruanos, y en especial para los peruanos que trabajan, el Estado esta obligado a adoptar todas las medidas necesarias para su realización y garantizar, entre otras cosas, plena igualdad de oportunidades en cuanto al acceso a los recursos básicos, la educación, los servicios de salud, los alimentos, la vivienda, el empleo y la justa distribución de los ingresos. Debe adoptar, asimismo, medidas eficaces para lograr que la mujer participe activamente en este proceso y sus resultados; y llevar a cabo las reformas económicas y sociales que se requieren para erradicar todas las injusticias sociales que marcan el rostro del Perú.

Todo ello significa, entre otras cosas, cambiar de libreto y aprobar, de una buena vez, esa Ley General del Trabajo que viene discutiéndose desde hace más de cinco años para armonizar nuestra legislación laboral con esos mínimos internacionales que el Perú se comprometió voluntariamente a honrar y respetar en materia de derechos humanos. Derogar esos regimenes laborales discriminatorios que, en la agroindustria, las PYMEs y en el trabajo del hogar niegan la igualdad humana. Promover la libertad de organización sindical y negociación colectiva, en todo ámbito y sector. Hacer que ese Ministerio de Trabajo, que hoy recibe menos del 1% del presupuesto general de la República, se convierta de manera efectiva y no declarativa en el guardián de la ley que todos esperamos y alentamos. Y, si puede, que comience por regularizar los contratos de esos inspectores a los que el mismo encarga verificar la aplicación de la legislación laboral en las empresas sujetas al régimen laboral de la actividad privada.

Feliz día del trabajo, y ojalá que los auspicios conmemorativos de esta efemérides no solo conjuren lo malos designios de la Ley de Murphi, sino que nos traigan algo de esos nuevos vientos.

Actualidad Económica del Perú

Aportando al debate con alternativas económicas desde 1978

Archives